El cambio sin rebelión a bordo

Hay tripulaciones como la del Boun­ty o el Caine y las hay como las del Pequod o el Suprise. También hay capitanes imposibles y crueles como tenían los dos primeros barcos y otros, como los que tenían los otros dos, que, aunque también fueran duros y maniáticos, contaban con el respeto de sus marineros, que esta­ban dispuestos a ir al mismísi­mo infierno junto a ellos. El Racing daba la impresión de ser de los últimos por­que, a pesar de lo mal que llegaron a ir las cosas tanto a principios de tempora­da (cuatro derrotas seguidas) como final de año (cinco), no dio la impresión de romperse el vestuario ni de haber na­die encabezando una rebelión. El ha­cha llegó desde arriba. Fue la directi­va la que cortó la cabeza a Fernández Romo para imponer un nuevo líder, lo que siempre supone una oportuni­dad para quienes se mantenían aga­chados y sin voz con su antecesor y un peligro para quienes, en la prác­tica, venían siendo la mano derecha de quien llevaba el mando.

Cualquiera que siga con un mínimo de atención la actualidad futbolística sabrá que, a menudo, son los propios futbolistas de un equipo los que qui­tan entrenadores. Saben que, aunque quienes manden sean éstos, son ellos los que tienen la sartén por el mango. Por eso para todo técnico es impor­tante mantener la salud del vestuario y cuidar a quienes llevan el peso del mismo. Cuesta saltarse jerarquías y ahí se localiza a menudo la causa por la que cuesta tanto apostar por canteranos, ya que supone pasar por encima de un jugador del primer equipo. Hay que ser valiente para hacerlo y, so­bre todo, tener mucha seguridad en que la apuesta es la correcta. Si sale bien, el técnico no sólo habrá gana­do un jugador, sino que también se habrá hecho respetar porque habrá dejado claro quién manda.

Rebelión a bordo.

Todo el mundo sabía quién man­daba en el ‘Bounty’, el barco donde sucede ‘Rebelión a bordo’, la película firmada por Lewis Milestone y Carol Reed en 1962 pero que, en definiti­va, es de Marlon Brando, que es quien lidera la rebelión del título. Es él quien, tras mucho aguantar, se acaba enfrentando al capitán Bligh (Trevor Howard), todo un pro­fesional que impone una férrea disci­plina a bordo del Bounty para llegar cuanto antes a Tahití, donde tenían mercancía que recoger. Poco a poco se va ganando la enemistad de sus tri­pulantes racionando, además, el agua de una manera en la que dejaba en segundo lugar la necesidad humana. Al final, es la tripulación la que se hace cargo de la nave, lo que suponía un atrevimiento que iba contra la ley y que podía acabar con sus carreras e incluso con sus vidas.

Algo similar sucede en ‘El motín del Caine’, dirigida por el ‘maldito’ Ed­ward Dmytryk’, uno de los llamados ‘Diez de Hollywood’ que fue víctima de la caza de brujas de la Comisión de Actividades Antiamericanas. In­cluso chupó cárcel y acabó exiliado, pero antes dirigió esta película pro­tagonizada por Humphrey Bogart. En el contexto ahora de la Segunda Guerra Mundial, éste ejerce de capi­tán que impone una rígida disciplina a un equipo de marineros acostum­brado a una rutina más relajada. Se produce un descontento que genera ansiedad en el líder y que le hace caer en fallos que aún le separan más de sus hombres. Les pide ayuda, no se la dan y se produce la revuelta para poner a otro al mando.

No se puede decir que Fernández Romo fuera un tipo rígido de imponer una gran disciplina porque, de hecho, sus entrenamientos se caracterizaban por ser cortos (pero muy intensos) y de mucho partidillo a campo reduci­do. Nada de ejercicios cansinos de posesión contra figuritas para simu­lar una acción de juego real. Además, sus jugadores de confianza eran tam­bién los pesos pesados del vestuario, lo que ya le daba un punto a favor. No era un hombre de rotar demasiado. En la segunda vuelta del curso pasa­do pudo recitar todo racinguista una misma alineación y en Segunda Di­visión también resultaba previsible saber quién iba a jugar. De hecho, respetaba las jerarquías y ni siquiera acumulando las bajas de tres latera­les derechos o de tres medio centros dio paso a un meritorio del filial, sino que prefería recolocar a alguien del primer equipo porque, de este modo, le permitía tener minutos.

Nadie, ni siquiera el que no juga­ba, levantó la voz. Germán, Saúl Gar­cía, Bobadilla, Jokin Ezkieta o Alfon asumieron su realidad y, en el fondo, toda la tripulación parecía decidida a seguir a su capitán al fin del mundo como lo hacen las del ‘Surprise’, que es donde mayoritariamente se desa­rrolla ‘Master and Commander’, de Peter Weir, o ‘Moby Dick’, la adapta­ción que dirigió John Huston en 1956 de la obra de Herman Melville. Ambas historias cuentan con capi­tanes perseguidos por una obsesión personal que trasciende la misión que les encomendaron y que incluso lle­gan a poner en peligro al barco y a los que viajan dentro por saciarla. La del personaje al que da vida Russel Crowe es acabar con un buque francés llamado Ache­ron y la del interpretado por Gregory Peck es matar a esa maldita balle­na que le arrancó una pierna años atrás y que simboliza el mal inexpli­cable. Ambos meten a sus marineros en unas odiseas que no tienen nada de racional y que ponen en peligro sus vidas, pero apenas hay grandes movimientos internos. Se habla y se pone en evidencia su grado de locura, pero la gran mayoría de sus hombres se mantiene fiel.

La plantilla del Racing también estaba dispuesta a seguir a Fernán­dez Romo a donde hiciera falta. Ni siquiera tras cinco derrotas conse­cutivas dio la impresión de venirse el castillo de naipes abajo. Nadie fue capaz de intuir movimientos dentro o fuera del terreno de juego que lle­varan a propiciar la caída del cuer­po técnico, pero llegó una carta de la metrópoli que precipitó el cambio de capitán. Lo cierto es que pocos entre­nadores, si es que hay alguno que lo haya hecho, habrían aguantado en su cargo una racha tan prolongada sin sumar ni un solo punto.

A la tripulación le hicieron el traba­jo. El Racing no carburaba y, aunque sólo mes y medio antes todo iba vien­to en popa, en pocas semanas pasó a venir de proa. El equipo verdiblanco se chocaba contra una pared al tro­pezar en la misma piedra y no dar la sensación de buscar una solución. El entrenador no perseguía ningún navío de guerra ni ninguna ballena blanca pero sí insistía en un mismo libreto que, poco a poco, le fue con­denando. Se acostumbró a perder y eso es un peligro.

Pol Moreno ha perdido protagonismo con José Alberto.

Cuando se produce un cambio de capitán como se produce tras las rebe­liones del Bounty o el Caine, emergen otras figuras que antes estaban en un segundo plano. Es lo que ha sucedi­do con el aterrizaje de José Alberto. Hay pesos pesados, contramaestres que, si pudieran, a buen seguro que se hubieran ido con su capitán por­que, de hecho, llegaron al barco de su mano. Sin embargo, se han quedado y, de pronto, se han visto relegados a un segundo plano. Son los casos de Pol Moreno o de Eneko Satrústegui, que incluso ha dejado de ser lateral izquierdo para volver a ser central, que es para lo que estudió de peque­ño, o Arturo, que también era un fijo para el técnico madrileño y que prác­ticamente se mantiene inédito con su sustituto. El domingo ni siquiera entró en la nómina de candidatos a ocupar la banda izquierda que dejó vacante Iñigo Vicente. Muchas veces le había alineado ahí Fernández Romo pero José Alberto prefirió a Yeray. La ju­gada conlleva sus riesgos.

Con el nuevo capitán a bordo, se ve que los canteranos ya no entran en las convocatorias para ocupar plazas de autobús y conocer la geografía espa­ñola, sino para jugar. Ahí ya hay un cambio que ha venido acompañado de un nuevo estilo de juego que salió bien en Cartagena pero regular en Las Palmas. Todo líder recién llega­do necesita resultados que le respal­den y más aún uno que ha tenido el atrevimiento de sentar a algunos pe­sos pesados del vestuario. Éstos son siempre fundamentales para mante­ner la paz a bordo. Por ejemplo, Co­lón nunca habría llegado a América sin los hermanos Pinzón, que son los que verdaderamente tenían el respe­to de la tripulación. Hubo movimien­tos para exigir una vuelta a casa pero ellos ganaron tiempo. Hasta que vie­ron tierra y llegó la felicidad. Y eso es lo que quiere el Racing, ver tierra.

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