Relato de un asedio

«Desayunad bien porque esta no­che... ¡cenaremos en el infierno!». La arenga que Leónidas, en la piel de Gerard Butler, dedica a sus 300 espartanos en la película de Zack Snyder antes de enfrentarse a Jer­ges I y a sus más de 100.000 solda­dos bien se pudo oír en el vestuario del Racing durante el descanso del partido del pasado domingo contra Las Palmas. Esa colección de gue­rreros seleccionados entre lo mejor de Esparta sabía que iba a morir del mismo modo que los jugadores ver­diblancos intuían que iban a perder. Pero ambos aguantaron. La alianza de las polis griegas frenó el avance del imperio persa y el equipo de Fer­nández Romo mantuvo el empate e impidió que su potente rival per­forara su portería. Ambos salieron reforzados, con su orgullo poten­ciado y con la comunión que suele surgir cuando muchos comparten un enemigo común.

Los espartanos metieron al nume­roso ejército persa en la encerrona de Las Termópilas como manera de compensar su clara inferioridad nu­mérica. Lo que hizo el Racing para gestionar la suya propia, después de la expulsión de Jorge Pombo a dos minutos del descanso, fue en­cerrarse en casa. Levantó un muro y guardó todos los víveres que pudo para aguantar el asedio al que esta­ba condenado. El conjunto cántabro ya no tenía capacidad para jugar de tú a tú a su potente rival como había hecho al inicio del encuentro, sino que, tras descartar la rendición sólo por quedarse con diez, se encerró en su fortaleza, construida a base de un bloque bajo y unas líneas muy juntas, para impedir que el ejército enemigo se atreviera a realizar un asalto frontal. Las Palmas se tuvo que conformar con rodearlo y blo­quear sus líneas de abastecimien­to. Intuía que iba a ser cuestión de tiempo.

La segunda parte se convirtió en una historia previsible mil veces contada desde que, con el desarrollo de las primeras ciudades, se produjeran los primeros asedios. Por eso éstas empezaron a ser amuralladas y fortificadas. Un caso máximo de lo que podía significar un asedio apa­rece en ‘Templario’, la película que rodó el británico Jonathan English en el 2011. Allí se cuenta cómo el rey Juan I de Inglaterra, junto a un ejército de mercenarios daneses, in­tenta tomar el castillo de Rochester, donde se refugian un grupo de re­beldes comandados por el señor del castillo y el barón de Albany. Ellos se bastan para enfrentarse a los mil hombres que rodean la fortificación en un asedio que dura semanas.


Esos asedios eran la única mane­ra de aislar a esa pequeña sociedad que se formaba dentro de las mu­rallas porque allí, por encima de todo, había que organizarse bien para mantener la defensa y la vi­gilancia y, a la vez, administrar las dotaciones que había dentro. Por eso el Racing, cuando se vio jugan­do en muy pocos metros alrededor de su área con un rival delante car­gado de enorme calidad, tuvo que mantener, por encima de todo, el orden y la solidaridad. Porque justo se enfrentó a esta situación cuando tuvo en frente al equipo que, pro­bablemente, mejor trata del balón de toda la categoría y que más he­rramientas podía tener para desar­bolar la bien plantada zaga local. La suerte que tuvo ésta fue que el asedio no se podía ir más allá del minuto noventa. Tenía caducidad, no como los de la vida real, donde no hay empate posible.

Los asedios fueron desaparecien­do como estrategia bélica cuando fueron apareciendo los cañones y la guerra pasó a ser más móvil, por lo que una fortificación concreta dejó de ser tan decisiva. Con todo, dejó una buena herencia argumen­tal para ser aprovechada por la fic­ción y, con el paso del tiempo, in­cluso por el terror en forma de las llamadas ‘invasion home’. La histo­ria ya no iba de defender el fuerte o el castillo, sino el hogar familiar. Las casas se convierten así en un lu­gar seguro, en un refugio y, en defi­nitiva, en la fortaleza donde uno se mantiene a salvo de los males que acechan desde el exterior.

Quizá una película seminal en este sentido fue ‘La noche de los muertos vivientes’, en la que un grupo de supervivientes aguanta la ofensiva de la cada vez más nu­merosa horda de zombies que se congrega, amenazante, alrededor de la casa. Algo similar sucede en ‘Asalto a la comisaria del distrito 13’, la película de John Carpenter, o incluso en el tramo final de ‘Los Pá­jaros’, de Alfred Hitchcock. Son los asedios modernos, la amenaza del mal que, en estos casos, procede de fenómenos inexplicables, que están fuera y que quieren marcar un gol en superioridad numérica gracias a un ser invisible como el VAR para llevarse los tres puntos.

Toca refugiarse y unirse. Porque si algo se aprende y queda reflejado en este tipo de obras es que quien se desconecta del grupo y prefiere actuar por su cuenta está perdido. Y eso el racinguismo lo entendió el pa­sado domingo, ya que apretó como nunca y celebró cada buena actua­ción defensiva como si fuera el gol de la victoria. Hacía mucho tiempo que no se generaba una comunión así en El Sardinero. Esa unidad que tanto reclaman desde el vestuario cada vez que alguien toma la pala­bra quedó bien reflejada el domin­go por la tarde.

Hay ocasiones, como en ‘La ha­bitación del pánico’, de David Fin­cher, en las que la amenaza exter­na consigue meterse en casa, por lo que hay que refugiarse en un lugar más profundo. Es lo que les sucede a Jodie Foster y a su hija cuando en­tra en su nuevo hogar un grupo de ladrones con malas intenciones. Ese habitáculo que da título a la pelícu­la se construyó, precisamente, para refugiarse ante ese tipo de situacio­nes y, en principio, ahí debían estar seguras, pero la pequeña necesita una medicación que se ha quedado fuera. Necesitan, por lo tanto, salir y exponerse. Como todo equipo de fútbol que sabe que no puede en­comendarse exclusivamente a la defensa.

Al Racing no le bastaba con que­darse refugiado y bien posiciona­do en su propia área porque sabía que 45 minutos de asedio palmeño podían ser demasiados. Tenía que salir de vez en cuando para obligar a su rival a estar pendiente de su es­palda y por eso el entrenador metió en el campo velocidad con Marco Camus. Cada vez que tocó el balón el conjunto cántabro en ese sufrido segundo tiempo, fue para correr ha­cia delante como si le fuera la vida en ello, como si en el área rival es­tuviera la insulina necesaria para mantener a su hija con vida.

La película de Fincher acaba bien y ambas se salvan, pero no siempre sucede así. Rara vez acaban todos los atrincherados con vida y a ve­ces, como en ‘La noche de los muer­tos vivientes’, no queda ni uno y el último acaba muriendo de mane­ra absurda, que es como se suelen perder puntos en los descuentos. En el del domingo no pasó nada. El Racing no logró todo el botín pero sí mantuvo un empate que, visto cómo reaccionó todo el estadio tras el pitido final, supo a título. Quizá porque todos intuían que lo que allí había sucedido era algo más que un partido como los demás. Habían re­sistido y no cenaron en el infierno, sino que lo hicieron cada uno en su casa. Hay veces que, en verdad, re­sistir es vencer.

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